Durante seis veranos consecutivos, entre 1979 y 1984, el fallecido fotógrafo estadounidense Richard Avedon viajó por el país del norte para capturar el espíritu del "Oeste Americano".
A diferencia de lo que en un primer momento pudiera suponerse, Avedon no pretendía retratar a los tipos rudos y curtidos como John Wayne ni a los presumidos rancheros de "Gigante".Tampoco a las arregladísimas debutantes sureñas o las reservas indígenas. Buscaba a la gente real que habitaba en los suburbios de ese gran mito de sol, arena y duelos al mediodía construido por Hollywood.
Y asi retrató a esas personas que trabajan en vez de pasar todo el día sentadas en la barra del "Saloon" local o bailando cuadrillas entre fardos de paja y baldes de latón. Asi fueron apareciendo los retratos en blanco y negro de los protagonistas reales de este film: el mexicano ilegal, que pese a trabajar en una torre petrolera, no tiene posibilidades de parecerse a James Dean, la dueña de casa gringa que jamás lucirá remotamente similar a Daisy Duke, de los "Dukes de Hazard" y el agricultor con genes más cercanos a los de Don Francisco que a los de Clint Eastwood.
Todos estos retratos son tomados del modo más minimalista y uniforme posible: todos sobre un fondo blanco, sin paisaje, sin luz artificial, es decir con el menor número de interferencias posibles entre la cámara y la persona.
Lo curioso es que pese a su simplicidad las imágenes resultan increíblemente atractivas, porque de algún modo invitan a ver a la persona que está allí tal como es, como se viste, como se siente cómoda, como su piel refleja la vida que ha llevado es decir , como es testimonio viviente y encierra un discurso propio.
Una de las fotografías más llamativas de esta serie es, en mi opinión, la de James Kimberlin, un hombre que vagaba por la interestatal 18 cerca Hobbs, Nuevo México cuando Avedon tomó su imagen. El vagabundo aparece en su rol, poniendo la cara extraña que se supone tradicionalemnte debiera tener un hombre que deambula por los caminos sin rumbo fijo, pero que curiosamente pareciera coincidir con esa incomodidad que la mayoría siente al momento de posar en una foto.
Y es que basta oir la frase "digan whisky" para asumir inmediatamente una mueca que, si el artista de turno demora mucho, se hace insostenible y a medida que pasan los segundos, ridícula.
Peor aún es cuando se trata de fotos carnet. ¿Será el tamaño el que intimida?. Puede ser, a lo mejor la posibilidad de verse reducido a un formato tan mínimo gatille algo en la corteza cerebral que obliga a los músculos a contraerse en esa clásica expresión de delincuente de baja estofa que adorna por cerca de seis años el único documento que es obligatorio mostrar a la autoridad.
Quizás no están tan equivocadas aquellas etnias que creen firmemente que una fotografía junto con tomar su imagen les roba el alma ya que prácticamente nadie que se ve retratado en algún documento de identidad, que por definición debiera ser la corroboración de nuestra persona, puede afirmar con orgullo y convencimiento "ese soy yo".
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